10/21/2013

La ninfa Eco

El poeta latino Ovidio en sus Metamorfosis nos narra la historia de Eco y Narciso.

"Aquél, muy famoso en las ciudades jonias, daba respuestas irreprochables a la gente que se las pedía; la primera en comprobar la credibilidad y poner a prueba el oráculo fue la azulada Liríope, a la que en otro tiempo abrazó con su sinuosa corriente el Cefiso y la violó encerrada en sus aguas. La hermosísima ninfa dio a luz de su vientre repleto un niño que también entonces podía ser amado y lo llamó Narciso; consultado sobre si él habría de ver la lejana época de una madura senectud, el profético vate dice: “Si no llega a conocerse.” Durante largo tiempo pareció infundado el vaticinio del augur; el resultado, la realidad, el tipo de muerte y lo novedoso de la locura amorosa lo demuestra.

Efectivamente, el hijo de Cefiso había añadido un año a los quince y podía parecer un niño y un adolescente: muchos jóvenes, muchas doncellas lo desearon; pero (tan cruel orgullo hubo en tan tierna belleza) ningún joven, ninguna doncella lo impresionó. Contempla a éste, que azuza hacia las redes a los asustadizos ciervos, la habladora ninfa, que no aprendió a callar ante el que habla ni a hablar ella misma antes, la resonante Eco.

Hasta ahora, Eco era un cuerpo, no una voz; pero, parlanchina, no tenía otro uso de su boca que el que ahora tiene, el poder repetir de entre muchas las últimas palabras. Esto lo había llevado a cabo Juno, porque, cuando tenía la posibilidad de sorprender a las ninfas que yacían en el monte a menudo bajo su Júpiter, ella, astuta, retenía a la diosa con su larga conversación, hasta que las ninfas pudieran escapar. Cuando la Saturnia se dio cuenta de esto, dijo: “De esa lengua, con la que he sido burlada, se te concederá una mínima facultad y un muy limitado uso de la palabra“, y con la realidad confirma las amenazas; ésta, sin embargo, duplica las voces al final del discurso y devuelve las palabras q
ue ha oído.

Así pues, cuando vio a Narciso, que vagaba por apartados campos, y se enamoró, a escondidas sigue sus pasos […] ¡Oh, cuántas veces quiso acercarse con linsojeras palabras y añadir suaves ruegos! Su naturaleza lo impide y no le permite empezar; pero, cosa que le está permitida, ella está pronta a esperar sonidos a los que puede devolver sus propias palabras.
Por azar el joven, apartado del leal grupo de sus compañeros, había dicho: “¿Alguno está por aquí?”, y “está por aquí” había respondido Eco. Él se queda atónito y, cuando lanza su mirada a todas partes, grita con fuerte voz: “Ven”; ella llama a quien la llama. Se vuelve a mirar y de nuevo, al no venir nadie, dice: “¿Por qué me huyes?”, y tantas veces cuantas las dijo, recibió las palabras. Insiste y, engañado por la reproducción de la voz que le contestaba, dice: “En este lugar juntémonos” y Eco, que nunca habría de responder con más agrado a ningún sonido, repitió: “juntémonos”, y ella misma favorece sus palabras y, saliendo de la selva, iba a arrojar sus brazos al deseado cuello. Huye él y, al huir, aleja las manos del abrazo. “Moriré antes”, dice, “de que te adueñes de mí.” […]
Así éste la había burlado, así antes a otras ninfas nacidas en las aguas o en los montes, así la compañía masculina.



Entonces uno de los despreciados, levantando las manos al cielo, <<así ame él, ojalá; así no consiga al objeto de sus deseos>>, dijo, y asintió la Ramnusia a la justa súplica.
Había una fuente nada cenagosa, de claras y plateadas aguas, que ni los pastores ni las cabras que pastan en el monte habían tocado […].
Aquí vino a tumbarse el zagal, fatigado por la pasión de la caza y el calor […] Apoyado en tierra contempla sus ojos, sus cabellos, dignos de Baco y dignos de Apolo, sus mejillas lampiñas, su cuello de marfil, […] Se desea a si mismo sin saberlo, se elogia, se enciende. […] ¡Cuantas veces sumergió sus brazos para agarrar el cuello que veía en medio de las aguas y no consiguió cogerse en ellas! […]
Quien quiera que seas, muchacho, sal aquí; ¿por qué, sin parar, me eludes? ¿Adónde vas cuando te cortejo? Ni mi porte ni mi edad son como para que me rehúyas, pues hasta las ninfas me han amado. […]
Cuando Eco lo vio, aunque irritada y resentida, se compadeció. […] Sus últimas palabras fueron éstas: ¡Ay, muchacho amado en vano!; y al decir << ¡adiós!>> dijo también Eco.
Extenuado, dejó caer su cabeza sobre la verde hierba; la muerte cerró aquellos ojos que admiraban la belleza de su dueño. […] Las ninfas lo buscaron pero el cuerpo no aparecía; en vez de su cuerpo encuentran una flor amarilla con pétalos blancos alrededor de su cáliz.

No hay comentarios: